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/ ABCFalleció ayer, a los 79 años, en el Hospital Puerta de Hierro de Madrid, donde ingresó aquejado de una bronconeumonía
Muchas veces, al llegar a Las Ventas, con la ilusión de saborear, una vez más, el toreo clásico de Antoñete, he recordado la frase proverbial:«Torea, aquí, como en el patio de su casa». Ésa había sido su casa: ahí, prácticamente, se crió y comenzó a soñar con el toreo.
Nació Antonio Chenel Albaladejo en Madrid, el 24 de junio de 1934. Su infancia transcurrió en los duros años de la inmediata posguerra, junto a su tío, el mayoral de la Plaza madrileña.
Allí se vistió de luces, por primera vez, en 1949; con picadores, en 1952. Ese año toreó ya sesenta novilladas y encabezó el escalafón.
Tomó la alternativa en Castellón de la Plana el 8 de marzo de 1953, de manos de Julio Aparicio, con toros de Julio Chica. El 13 de mayo de ese mismo año la confirmó en Madrid, con toros de Alicio Pérez T. Sanchón, siendo su padriño Rafael Ortega. Pocos días después, logró un gran triunfo, en la misma Plaza, al cortar las orejas a sus dos toros de Bohórquez.
«A “Atrevido” lo amé...»
Su larga carrera se ha comparado muchas veces a un Guadiana: triunfos, cornadas, desánimos, lesiones en los huesos (su punto flaco), campañas americanas... Una efemérides especial: en 1956 estoqueó seis toros de Miura, en Palma de Mallorca.
No toreó en 1959 pero sí en 1960. Dejó de nuevo los ruedos en 1962, para volver en el 63. En el 65 obtuvo otro gran éxito, en Las Ventas, el 8 de agosto, con un toro de Félix Cameno.
El 15 de mayo de 1966 realizó su histórica faena a «Atrevido», el toro «ensabanao» de Osborne. Recuerdo su comentario: «A “Atrevido” no lo toreé, lo amé como se ama a una mujer. Cuando pasaba bajo mi mando, el placer me inundaba, temblaba por dentro, gozaba como nunca».
Alternan, esos años, los triunfos con las cornadas. Dejó de nuevo la profesión en 1971. Reapareció, sin gran éxito, en 1973. Se despidió como matador, en Madrid, el 7 de septiembre de 1975, matando seis toros de Sánchez Fabrés, García Romero y Camaligera. Le cortó la coleta Paco Parejo, su cuñado: parecía que concluía así definitivamente su carrera.
Volvió a torear en América, a fines de 1977, y los éxitos le animaron a volver a los ruedos. Esta nueva etapa fue, sin duda, la de mayor responsabilidad y plenitud artística. Con cerca de cincuenta años, Manolo Vázquez y él mostraron a los jóvenes la belleza eterna del toreo clásico, sin tremendismos, dando al toro sus distancias...
La cumbre llegó, quizá, en 1985, con dos tardes inolvidables. La primera, el 22 de abril, cuando conquistó al público sevillano, con toros de Carlos Núñez. Se había dicho que podía ser su última tarde en La Maestranza. A pesar de sus limitaciones físicas, Antonio logró, en una tarde lluviosa, una gran faena, con tres naturales irreprochables. Al día siguiente, Vicente Zabala titulaba, en ABC: «Un grito: ¡Viva la Virgen de la Paloma! Emotivo adiós a Antoñete de Sevilla».
El segundo acontecimiento tuvo lugar en Las Ventas, el 7 de junio, con toros de Santiago Martín y Garzón. Salió por la Puerta Grande, al grito enfervorizado de «¡torero, torero!» Ya había sobrepasado los cincuenta años. Escribió Ignacio Aguirre: «Toree usted con perfección técnica, pero con arte celestial. Eso, a pesar de lo que usted piense, sí es posible. Antoñete lo hizo ayer, y pongo por testigo a veinticinco mil espectadores, que salían asustados, porque muchos de ellos, sobre todo los jóvenes, no creían que el arte del toreo pudiese alcanzar cotas tan altas de perfección». Federico Jiménez Losantos enlazaba metáforas entusiastas: «Aquello no eran naturales, aquello eran escoriales, que es como a partir de ahora se llamará a los naturales del maestro Chenel. Yo no he visto torear así de bien nunca a nadie». Y Félix Grande buscaba la raíz humana de esa emoción estética: «¡Qué alegría asistir a una cosa tan seria. Porque resulta que el toreo es una de las más serias alegrías inventadas por la solemne vejez de la cultura...»
El «jodío fumeque»
Llegaron luego los vaivenes —retiradas, vueltas— que han sido constantes en su carrera. Recuerdo la tarde trágica de Burgos, en que se ahogaba, apoyaba en la barrera: el «jodío fumeque», que decía Juncal... No se resignaba a retirarse: los toros habían sido su vida entera. Y lo siguieron siendo, ya como comentarista televisivo y como impenitente aficionado, hasta el final. Hablaba poco y bajo: era también un maestro valorando los detalles de la lidia...
Tuvo siempre una clase excepcional. Era un pícaro de la posguerra que toreaba como los ángeles. Le gustaba que le recordara yo que, en uno de aquellos Festivales de Navidad que organizaba doña Carmen Polo, le dio un baño a todas las figuras, incluidos Antonio Ordóñez y Luis Miguel...
Toreando así, ¿por qué no fue, siempre, una primerísima figura? Fragilidad de los huesos, otras debilidades humanas... Pero tenía todas las cualidades que necesita un gran torero: conocimiento del toro y de la lidia, valor, arte, torería. En la memoria del corazón brillan destellos imborrables: aquella forma de doblarse con el toro, aquella media verónica, los cites de largo, dejando venir al toro, los ayudados por bajo, cargando la suerte...
Cuando se retiró definitivamente, Pepe Dominguín escribió, en forma de carta a su hermano Domingo: «Te escribo consternado: Antoñete se va. Y esto duele». Eso sentimos hoy los que tuvimos la suerte de emocionarnos con su arte.
JOSÉ MARÍA BARROSO